Por Pablo Charadía 

Licenciado en Ciencia Política (FTS – UNER)

 

El peronismo frente a su crisis de identidad y la imposibilidad de leer un nuevo paradigma social. De esto se trata este lunes 27 de octubre, pos elecciones: ¿quién o quiénes son los responsables de la derrota? Este cimbronazo que recibe el peronismo exige múltiples explicaciones de una dirigencia política que está grogui desde las elecciones intermedias de 2021.

Es posible que estemos atravesando una época para la cual no existan explicaciones coyunturales claras. Suele ocurrir que en determinados momentos de la historia los contextos no pueden comprenderse en la inmediatez, y solo el paso del tiempo ofrece la perspectiva necesaria para explicarlos. Quizás algo de eso haya en esta etapa.

Aun así, existen algunas ideas que permiten interpretar el presente. En primer lugar, será difícil encontrar un único responsable y, sobre todo, sería un error creer que esto se resuelve en el plano de los personajes o los candidatos. Pensar que cambiando las caras se mejorará la performance electoral sería un autoengaño. Lo que quiero decir es que existe una crisis profunda de identidad en el peronismo. Los candidatos que el movimiento presenta son el reflejo de esa falta de identidad, pero también de una época signada por las consecuencias de haber abandonado sus bases teóricas y doctrinarias hace aproximadamente una década y media.

El reflejo de ese abandono fue la inmediata reacción de dirigentes y militantes que, ante la estupefacción por los resultados, descargaron su enojo sobre la elección del pueblo, traicionando así una de las verdades fundamentales del peronismo: “En esta tierra, lo mejor que tenemos es el pueblo” ( Verdad N° 20 ).

Los representantes del movimiento no comprenden el rechazo de la gente. En parte, esto es entendible: es difícil encontrar personas con la suficiente capacidad de reflexión como para revisar sus decisiones, reconocer errores y asumir que las bases sobre las que sostuvieron su accionar son endebles o equivocadas. Es mucho más sencillo afirmar que “la gente se equivoca” y que elige a “los malos” antes que a “nosotros, los buenos”. También es más cómodo recurrir a analistas que simplifican la cuestión con sentencias como “la sociedad giró a la derecha” o “las opciones de derecha son una tendencia global”. De ese modo, la responsabilidad siempre recae en terceros.

Esta dirigencia enfrenta tres grandes problemas.

Primero, no tiene bases sólidas: es un árbol frondoso de slogans y reels de Instagram, pero sin raíces firmes. Cambian las modas y se derrumban. De esa superficialidad derivan sus bajos propósitos políticos, centrados en sí mismos, sus candidaturas y cargos.

Segundo, aún no pueden explicar su última experiencia de gobierno (2019–2023). Todo lo que implicó la gestión de Alberto Fernández —desde la fiesta en Olivos hasta sus problemas personales, la inflación desbordada, los salarios deteriorados, los “funcionarios que no funcionan”, las promesas incumplidas, la falta de coordinación y las internas a cielo abierto— configuró un electorado que consolidó una sola certeza: sabe lo que no quiere. Y quienes protagonizaron esa etapa son hoy las caras que enfrentan a Milei.

Tercero, no reconocen la sociedad que habitan. La disociación es doble: por un lado, carecen de bases teóricas sólidas para interpretar el presente de las mayorías; por otro, su vida cotidiana los aleja de la realidad popular. No viven, no experimentan ni padecen los mismos problemas que la mayoría, y parecen carecer de la empatía necesaria para ponerse en el lugar del otro más allá de algún eslogan publicitario.

Quizás, entonces, estemos en condiciones de afirmar que el gobierno de Milei trasciende al propio presidente: es el reflejo de una etapa, la consecuencia de un proceso. Milei y su gobierno son la síntesis de aquello que genera desagrado, pero al mismo tiempo representan lo contrario a lo que una parte de la sociedad no quiere ver regresar. Y aunque esto resulta endeble —porque el propio gobierno no se interpreta como consecuencia de ese proceso—, se sostiene mediante un plan económico inconsistente que sobrevive de manera artificial. Pero esa es una discusión para otro momento.

Lo cierto es que estas elecciones reafirman un dato: la deserción electoral comienza a representar a un tercio de la sociedad. El peronismo, en su peor momento, mantiene su piso histórico, mientras la mayoría electoral se consolida desde un antikirchnerismo que actúa como rechazo al pasado inmediato y como expresión de un malestar hacia ciertas figuras que generan más rechazo que el ajuste mismo.

Parte del voto joven, históricamente permeable al discurso peronista, hoy se siente más interpelado por consignas de libertad individual y descreimiento del Estado, un cambio de paradigma que el movimiento aún no logra decodificar. Pero no se trata solo de una mutación generacional: el peronismo tampoco logra interpretar un nuevo paradigma social en el que amplios sectores de la sociedad ya no encuentran respuestas ni soluciones en las organizaciones intermedias —sindicatos, movimientos sociales, estructuras partidarias—, que se perciben como alejadas de las necesidades reales del pueblo, sin soluciones y más preocupadas por su propia conservación que por su misión social. En ese contexto, la búsqueda de salidas y soluciones individuales se vuelve una tendencia dominante, y los dirigentes de esas organizaciones, reales o simbólicamente asociados al peronismo, cargan con el costo de esa desconfianza.

Por último, el peronismo del siglo XXI deberá revisar sus postulados, porque hoy se enfrentan a una firme contradicción con la realidad que le impide avanzar en el diálogo con las mayorías.

Si mantiene su discurso del estatismo como reparador universal, primero deberá resolver la crisis estructural que el propio Estado arrastra desde la reapertura democrática. Si continúa reivindicándose como defensor de los derechos, deberá explicar por qué quienes por ejemplo acceden a la educación pública reciben un servicio de baja calidad, desordenado y desorganizado; deberá explicar a la enorme cantidad de trabajadores informales en qué consiste hoy eso de los “derechos laborales”. Deberá, en definitiva, confrontar la contradicción entre la Argentina que imaginan y la que los trabajadores de a pie viven cotidianamente.

El peronismo deberá también definir su modelo económico y social: ¿volverá a aquella vieja idea de Perón de que “el buen gobierno es el que crea trabajo” o apostará por los modernos conceptos de salario universal?

Si, como parece, el gobierno de Milei es el resultado de un largo proceso de frustraciones del cual el peronismo tiene su cuota de responsabilidad, entonces es probable que la actual administración, con este modelo económico, sume una nueva frustración. La pregunta que queda abierta es si el peronismo estará en condiciones de asumir esa crisis.

Fuente: Página Política