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24 de Marzo

Los vuelos de la muerte en el delta entrerriano

Los vuelos de la muerte fueron un método de exterminio que desarrolló la dictadura para la desaparición forzada de personas. Los detenidos políticos eran retirados de los centros clandestinos de detención y arrojados al mar desde aviones. El periodista Fabián Magnotta reconstruyó, a partir de charlas con pobladores rivereños, los vuelos en el delta
Por: Redacción de Página Política

–¿Qué viste sobre los vuelos de la muerte?
–Vi cómo tiraban los cadáveres.
–¿Y qué más viste?
–Una vez vimos uno enganchado en un árbol y les dije a los chicos: “No miren, si tienen miedo, olvídense…”.
–¿Y dónde caían los cuerpos?
–Caían en cualquier lado, por todos lados…
–¿Había cómplices en la Policía y Prefectura?
–Sí, claro…
–¿En qué época sucedió esto?
–Si hay que poner una fecha, yo diría que una época que recuerdo fue la del Mundial 78, pero también diría que los vuelos se realizaron por lo menos un año, al menos todo ese año o más.

El periodista Fabián Magnotta, autor del libro El lugar perfecto (2013), reveló las charlas que tuvo con isleños, pescadores, jornaleros, lancheros que fueron testigos de la presencia de helicópteros de color verde, sin identificación, que arrojaban cuerpos de personas desaparecidas durante la última dictadura cívico-militar en los enormes e insondables humedales del sur entrerriano.

Roberto –ese no es su nombre real– era lanchero en la década del setenta, era el conductor de una lancha que transportaba a los niños por las anchas avenidas del delta entrerrianosa las escuelas de las islas… más de una vez vio cuerpos volando desde el amplio cielo; y la orden para los niños era no mirar y callar.

El silencio se convirtió en la actitud general y legítima frente al miedo. La clandestinidad de la represión, el ocultamiento de los crímenes y, por qué no, la propia idiosincrasia de los isleños favoreció esa actitud: no había razones para romper ese mandato.

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Magnotta inició su investigación cuando alguien rompió ese pacto de olvido. En 2003, un policía que había prestado servicios en Villa Paranacito se presentó ante el juez de instrucción de Gualeguaychú para narrarle una historia que lo atormentaba. Una ex novia le contó que cuando era chica asistió al entierro de un hombre joven que había sido arrojado desde el aire dentro de un tambor de doscientos litros. Ella lo negó. Pero la historia, como aquellos cuerpos, había vuelto a la superficie.

Un crimen que no deja testigos

El asesinato colectivo de prisioneros a través de los vuelos de la muerte, tal vez como ningún otro de los crímenes de la dictadura, estuvo pensado y planificado para no dejar rastros. Los prisioneros eran sacados de los centros clandestinos de detención en grupos, adormecidos, trasladados a Ezeiza o al Aeroparque, subidos a aviones y arrojados al mar.

Era el último eslabón de la cadena de la represión: el secuestro, la detención ilegal, la tortura, el asesinato y la desaparición del cuerpo. Por eso no hay testigos vivos de esos crímenes.

Adolfo Scilingo, ex capitán de la Armada, represor de la ESMA y piloto de esos vuelos, le confesó al periodista Horacio Verbitsky que, entre 1976 y 1977, alrededor de dos mil prisioneros fueron arrojados vivos, narcotizados y desnudos al mar.

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Adolfo Pérez Esquivel es un sobreviviente de un vuelo y le contó Magnotta aquel trance.

Lo detuvieron el 4 de abril de 1977 cuando fue a renovar su pasaporte y estuvo un año y dos meses preso sin proceso. Una noche, mientras permanecía en la Superintendencia de Seguridad Federal, un guardia lo sacó del calabozo, sin decirle una palabra.

–El 5 de mayo de 1977 me sacan de madrugada, me llevan a una oficina de adelante, me meten en un camión celular y luego de una hora llegamos al aeródromo de San Justo, en Morón. Me sacan esposado y veo el letrero, porque no sabía dónde estaba. Yo conocía lo que pasaba con los prisioneros, había visto fotos de cuerpos atados con alambres, algunos con partes del cuerpo comidas por los peces, algunos de los cuales llegaba a costas uruguayas. Bueno, me suben a un avión pequeño, me encadenan al asiento trasero, me atan los pies al asiento. El avión carretea…
–¿Era el único detenido dentro del avión?
–El único.
–…
–El avión carretea en la pista tomando velocidad para el despegue y veo el Río de la Plata, una masa de agua oscura con reflejos plateados por la luna, toma rumbo hacia el nordeste y veo el río Luján, el Paraná de las Pampas, el Paraná Guazú, el Paraná Miní, lugares que conozco por haberlos navegado; veo las costas uruguayas, Montevideo, las luces de la ciudad y las estrellas… el avión da vueltas sin rumbo alguno esperando la orden.
–Usted pensaba que lo iban a tirar.
–Seguro, si no era así, no se justificaba todo lo que hicieron.
–Tantos años después, ¿piensa que fue un vuelo para amedrentar?
–No, llegó una contraorden, porque ya había una campaña internacional muy fuerte… El avión estuvo creo que unas horas dando vueltas por el Río de la Plata, ahí hay todo un núcleo en ese lugar, las costas uruguayas y argentinas. Como yo también había hecho navegación nocturna, conocía perfectamente los lugares por donde me llevaban. Cuando llegó la contraorden, vi que el jefe del operativo tenía un maletín y saca una caja chica… yo pensaba que era para inyectarme y dormirme. Cuando llega la orden de que me llevaran a la base aérea de Morón, el hombre guarda todo en el portafolios. El avión aterriza, me dejan en un edificio con un guardia con una ametralladora, pido ir al baño y no me dejan. Después de una hora y pico, regresan y el oficial me dice: “Póngase contento, lo llevamos a la U9”.

El resto es historia conocida: Pérez Esquivel fue liberado en 1978 y dos años recibió el Premio Nobel de la Paz.

El enorme humedal entrerriano

Rodolfo Walsh, antes de escribir su carta abierta a la junta militar, llamó inventores de ríos a esos inmigrantes que abrieron cauces en el delta; esas islas que fueron refugio de indios y de criollos forajidos.

Allí, el río Paraná, siempre asombroso en su inmensidad, se abre camino entre las hileras ininterrumpidas de sauces que sostienen la costa a ambos lados. Ahí viven los ribereños, con sus ranchos y sus canoas de colores vivos. El delta es la mayor reserva de agua dulce del mundo, es también un laberinto de riachos de aguas profundas y correntosas, montes tupidos, esteros, pantanos… y es un mar de secretos.

“Para la cabeza de los gobernantes militares, el delta era próximo y distante. Cercano para ir por aire. Lejano para que se conociera lo que ocurría, por varias razones”, escribió Magnotta en su libro El lugar perfecto.

El relato es escalofriante porque reconstruye el modo en que los militares ejecutaron los vuelos de la muerte en el delta inferior, en la zona de Villa Paranacito; y es revelador porque lo hace a través del testimonio de pobladores de las islas que fueron testigos de esos vuelos, de los lanzamientos y del hallazgo de los cuerpos.

Los vecinos recuerdan que había vuelos a distintas horas, de día o de madrugada; sin una frecuencia determinada, “a veces no aparecían en algunas semanas y después, en la semana, dos, tres veces, cuatro, cinco”, dijo uno de ellos; otro cuenta que “entre los años 1977 y 1978, durante el mundial de fútbol, fue la época donde los helicópteros pasaban con mayor asiduidad”. Otro isleño refiere que “pasaban los helicópteros verdes sin numeración; a distintas horas del día, por distintas partes, no siempre por la misma, y arrojaban bultos al agua. Era difícil saber lo que arrojaban, pero después se encontraban cuerpos maniatados”.

Los cuerpos volaban desde el amplio cielo; eran hombres jóvenes; algunos, dentro de tachos de doscientos litros de gasoil o aceite, tenían la cabeza afuera y resto del cuerpo estaba asegurado con cemento; otros tenían las manos atadas atrás y los pies envueltos con alambres y aparecían boyando en el río.

No siempre los tambores caían en el río, a veces aparecían cerca de la costa o en el monte, “y ahí quién los iba a ver”, razonó un ribereño.

“La reiteración de los vuelos al ras del agua, los techos y los montes; la inmensidad del paisaje isleño, de los helicópteros verdes sin numeración; escolares, lancheros, pescadores, obreros del monte que veían el dramático e imborrable espectáculo de los bultos que caían desde los aviones; vecinos que daban cristiana sepultura a un cuerpo encontrado en un barril de gasoil; Prefectura y Policía que advertían cruelmente a los testigos como si la impunidad tuviera el don de ser eterna”, escribió el periodista.

En 2003, a partir del testimonio que dio el policía sobre la historia que le contara su ex novia, se inició en la justicia federal de Concepción del Uruguay una investigación que poco avanzó en los primeros años y que tuvo un impulso a partir de la publicación del libro.

“Está probado que existieron los vuelos de la muerte en la zona del delta, se han recabado testimonios de personas que viven en la zona y han sido testigos, pero no se ha podido encontrar ninguna víctima ni se ha podido determinar de dónde salían los aviones”, admitió una fuente ante la consulta de Página Judicial.

También se analizaron los libros de los cementerios, en busca de posibles enterramientos de personas NN durante la última dictadura cívico-militar, pero la búsqueda tampoco arrojó resultados. En el cementerio de Villa Paranacito existe un solo caso de una persona NN inhumada en 1976 y el médico policial anotó en el registro que se trataba de una muerte natural. Las inundaciones hicieron el resto, modificando la geografía.

Pero la historia emergió del olvido.

(Informe de Juan Cruz Varela, periodista de Página Judicial)

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