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OPINIÓN

Lo que viene podría ser mejor

El politólogo Eduardo Medina analiza el escenario electoral en Entre Ríos. La obra pública como estandarte. Las posibilidades de un cambio de color político. La renovación que falta. Una agenda volcada a la derecha.

Por Eduardo Medina (*)

 

El escenario político entrerriano se apresta a cursar su máximo momento de intensidad, el cual viene sucediendo cada ocho años cuando se efectivizan las candidaturas, empieza la contienda electoral y adviene el cambio de mando. En este cambio de mando también se está jugando la posibilidad de un cambio de color político, lo que, de concretarse, implicaría un terremoto institucional y un giro drástico en las relaciones políticas, sociales y culturales dentro de nuestro territorio.

Es imposible predecir el futuro, pero las tendencias en el corto plazo, acentuadas por un status quo de época que ciertas clases dirigentes emparchan a diario para que siga dando sus frutos, permiten dilucidar más o menos los próximos escenarios. Romper esquemas o revolucionar espacios no figura ni remotamente en la agenda de nadie.

En lo que hace a los armados, las internas del peronismo y de Juntos por el Cambio, se van a resolver localmente, es decir, en base a las decisiones y voluntades de los actores que van a jugar directa o indirectamente en el lugar. Es toda una novedad, porque, desde el lado del peronismo, la influencia porteña venía siendo muy grande, incluso dicha intervención actuaba como “voz final” cuando las contiendas no podían resolverse localmente. La interna feroz desatada al interior del Pro entre Macri (Vidal), Larreta y Bullrich impide cualquier acercamiento a alguno de ellos, por los riesgos que eso implicaría a futuro. De todos modos, es muy posible que haya interferencias desde la Capital Federal, pero será en lugares menores de las listas y, más adelante, en posibles cargos de gestión. Desde ya que los candidatos, en base a sus análisis de conveniencias, podrán o no tomarse fotos y hacer referencias discursivas a figuras nacionales, pero es más seguro que lo eviten, salvo que en los próximos meses algún presidenciable pique en punta. Por estos días, la especulación es tan importante como respirar.

Con la obra pública como estandarte, algo de políticas de seguridad, paritarias docentes y ciertas modificaciones institucionales de rigor, hemos visto cómo en las últimas décadas las sucesivas gestiones controlan y administran su poder, transformando a la política económica provincial en un análisis fiscal y al desarrollo productivo en un diagrama de subsidios en el tiempo, orientados a emprendedores, pymes y el inefable “campo”. Con esta base de estabilidad, los diversos aspirantes trabajan su horizonte de acciones, de promesas electorales primero, de gestiones gubernamentales después.

Por lo general, en lo que hace al discurso de campaña de nuestra clase política autóctona, el mismo está ensamblado a lo que sucede a nivel nacional, ya que eso le da mayor volumen, permite resaltar convicciones, personalidad, amplía el espectro de posibles adherentes. El corte con la Capital implica desarrollar intervenciones parroquialistas, nimias, meramente administrativas y jugarse, muy de vez en cuando, por algunos números muy abstractos emitidos por organismos nacionales. Esto implica que ningún dirigente, ni candidatos a gobernador ni mucho menos a intendentes, apueste (prometa) lograr, en hipotéticas gestiones, cambios significativos en el bienestar socioeconómico de las y los ciudadanos. Esto se debe, a diferencia de otras provincias, a dos razones. La primera tiene que ver con recostarse sobre los logros macroeconómicos de los gobiernos nacionales y separarse de los mismos ante el fracaso. En segundo lugar, que ningún grupo o partido político local se siente capaz de trazar grandes planes o proyectos, sino que más bien tienden a hacer foco en la gestión, el ordenamiento de las cuentas públicas, infraestructura, los acuerdos sociales, el consenso, etc.

De las múltiples causas que han llevado a este empobrecimiento de las plataformas electorales y a la deficiencia de las posteriores gestiones, podemos destacar algunas más que obedecen estrictamente a un orden político y cultural. La falta de representatividad de los candidatos, que llegan a instancias electivas a partir de acuerdos superestructurales y no del mandato de bases, de pares, de ciudadanos del común con los que comulgarían ideológicamente. La tendencia creciente a volcarse en exceso sobre el marketing, el coaching y los community managers, lo que los hace mostrarse con una estética de a ratos kitsch, con filtros desencajados y “seguidores” y “me gusta” pagados de antemano, sin relación con el mundo de las redes que se vive en la provincia. La idea de hacer caso a resultados de encuestas en detrimento de la voluntad de representar demandas, deseos o anhelos de ciudadanos reales. Esbozar palabras impostadas, trilladas, de ocasión, a los que los ciudadanos, cualquiera sea su formación o nivel educativo, identifican como falsas, sin respaldo real o inverosímiles.

Las próximas elecciones van a mostrar, además, de una manera un tanto impúdica, cómo se mantienen los mismos nombres pululando en las listas y, luego, en cargos de gestión desde hace veinte o hasta treinta años. En la clasificación de Max Weber, son actores que viven de la política, lo cual es un aliciente necesario del sistema (alguien tiene que hacerlo) siempre y cuando las gestiones hayan sido buenas o muy buenas. No es lo que viene pasando en la mayoría de los casos. En efecto, nuestra clase dirigencial vive de la política y ha renunciado a la actividad privada desde hace muchos años con la excusa que hay una “trayectoria” que debe respetarse. La cuestión está en confundir trayectoria de gestión con trayectoria partidaria. Las bases de las que hablamos, esos sujetos que esperan con ansias a sus referentes en las básicas, comités, clubes de barrio y demás, son los que viven para la política. Pero estos se han reducido hasta la mínima expresión, quedando aquellos que se han institucionalizado. Los que podrían ampliar esos espacios han preferido la tranquilidad de sus hogares, o la batalla infatigable contra los bajos salarios y la inflación, a ser carne de cañón de referentes locales despiadados o de una oligarquía partidaria excluyente y ambiciosa.

Más allá de eso, el proceso electoral nos encontrará con una agenda volcada hacia la derecha, en donde el narcotráfico, la inseguridad y la inflación podrán ser temas primordiales. La corrupción, el lawfare o las causas judiciales parecen haber dejado de ser parte de las alocuciones de barricada, pudiendo llegar a resurgir dependiendo de los humores sociales captados por las encuestas y focus group. Ni Rogelio Frigerio ni Adán Bahl, los de mayores perspectivas favorables para la disputa final del 22 octubre, tienen amplios márgenes para moverse en cuanto a discursos efusivos o radicales. En el plano estrictamente político, deberán buscar cierta ecuanimidad en cuanto al futuro y al pasado. En el caso de Bahl, está precedido por una gestión provincial peronista y enmarcado en un gobierno nacional del mismo signo que ¿busca? su reelección. Frigerio, por su parte, además de haber sido uno de los principales funcionarios de la fallida gestión macrista, lleva el mote de “no entrerriano” y, por lo tanto, intenta estructurar un discurso que lo legitime extraña e imposiblemente como a un local más, buscando hacer mella en ciertas raíces culturales provinciales y evitando por todos los medios recalar en la política porteña, de donde es originario y a la cual conoce muy bien. El radicalismo, por su parte, con su retórica institucionalista, poco puede aportarle, más no sea cierto sentido de “orden”, que la derecha electoral reclama, y su estructura partidaria, para llegar a todos los rincones de Entre Ríos. El discurso confrontativo, la “extranjería” de Frigerio o los “20 años de peronismo”, serán un tedioso lugar común, pero también una trampa.

Aspirar a gobernar una provincia y, efectivamente, gobernarla, desde luego que debería implicar mucho más. Se debería pensar en la provincia que queremos tener a futuro, en donde abunde el empleo en blanco y bien remunerado; con una alta calidad educativa en todos los niveles; un sistema de salud público óptimo; una distribución equitativa de los recursos; una mejora sustancial en la calidad de vida del grueso de los ciudadanos entrerrianos; desarrollar una administración pública integrada a la época, transparente, ágil y coordinada, con funcionarios de carrera preparados sobre los más altos estándares; mejorar en un ciento por ciento el servicio de justicia y volverlo asequible a la totalidad de la ciudadanía; batallar institucionalmente contra las corporaciones profesionales que se enriquecen sobremanera a costillas de los entrerrianos de a pie; desactivar la bomba de la Caja de Jubilaciones y Pensiones y desarrollar una política previsional original; etc., etc. Frente a estos puntales, la obra pública, calles, rutas, agua potable, cloacas, debería ser una base mínima, incluso parte de la administración ordinaria, eficiente y cotidiana de cualquier intendente o gobernador. Pero ningún candidato lo piensa de ese modo, pues desde hace algunos años las encuestas y cierto ambiente mediático han impuesto que la moderación y el perfil bajo es lo que “la gente” reclama de un “buen político”. Como vemos, entre lo que las encuestas pagas dicen y lo que la sociedad necesita hay un abismo, y es en ese interregno en donde el buen político debe laborar.

Obvio que también hay una aspiración al bronce, a la historia, pero que no viene dada por acciones u obras concretas, sino por la creencia ingenua de que con maquillajes comunicativos se puede salvar la ropa. Ninguno va a sobrevivir en la historia por discursos de cosas que no son. Va a quedar en el recuerdo del pueblo entrerriano aquel gobernador que les permita palpar un territorio rico, pujante y con futuro. Aquel que no lo logre, será un gestor más.

 

(*) Politólogo. FTS-UNER

Fuente: Página Política
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