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Relato de una madre en lucha, a 34 años del golpe de Estado

Fue una de las primeras madres en revelarse contra la dictadura y reclamar por su hijo, que fue secuestrado de su casa el 12 de agosto de 1976. Integraba el grupo de familiares que se reunía en la Iglesia del Carmen, aun en los años de

Nació Clara Paulina Atelman hace 81 años en la pequeña localidad de Villa Clara, en el departamento Villaguay, cuando recién se había fundado aquella colonia judía en el corazón de la provincia. El campo fue su hogar hasta los 10 años. Su padre era un campesino que se había asentado allí para trabajar el suelo arcilloso de la zona y lo hacía orgulloso. Su madre había llegado de la región rusa de Odessa y lo ayudaba en las cosechas aunque lo suyo eran los quehaceres de la casa. Fue hija única hasta los 6 y hermana protectora desde entonces.

Desde muy chica hacía dedo para ir a la escuela del pueblo. “Mamá me acompañaba y cuando veía que venía un auto, un sulky o algún conocido lo hacía frenar para que me llevara al pueblo. A veces volvía durante la semana, pero si no podía me tenía que quedar hasta el sábado en casa de una tía, porque en esa época había clases hasta los sábados. Extrañaba horrores y me la pasaba llorando, a pesar de que mis primas me mimaban”, recuerda para El Diario.

Hoy es Clarita, para todos. Su rostro atesora el paso del tiempo y su mirada triste delata el cansancio de toda una vida pero sobre todo la angustia y el dolor por los golpes recibidos. El tono de su voz es bajo y pausado, pero habla sin rodeos ni esquives. Su memoria se vuelve frágil algunas veces y detallista en otras.

Fue una adolescente inquieta. No hizo el secundario porque en ese tiempo la escuela más cercana estaba en Concordia. En lugar de eso ayudaba a su madre en los quehaceres y, como casi todas las chicas del pueblo, participaba de largas jornadas de tejido y realizaba cursos de costura y confección. Así fue como conoció a Efraín Fink, un muchacho que era tres años mayor. “En el pueblo todos nos conocíamos. Al principio él tenía su grupito de amigos, pero a los 15 ó 16 años empezamos a ir a los bailecitos y a salir”, cuenta y larga una carcajada vergonzosa.

“Antes era todo distinto. Él después se fue a buscar trabajo a Buenos Aires y como en el pueblo sólo había una central telefónica, nosotros nos carteábamos. Algunas veces él viajaba a ver a su familia y otras yo lo iba a visitar por varios días y me quedaba en la casa de unos tíos”, recuerda.
Se casaron muy jóvenes y “con muchas necesidades”, según Clarita. Efraín ya trabajaba en la recientemente creada Empresa de Agua y Energía y, aunque no quería que ella lo hiciera, Clarita hacía relevos los días domingos y feriados en la central telefónica de Villaguay. “Mi marido no quería que trabajara porque como había estado desde muy chico fuera de la casa, sabía lo que eso significaba, entonces quería llegar y que yo estuviera. Fue una época difícil pero estábamos contentos”, asegura.

Llegaron a Paraná casi por casualidad, a poco de casarse. Según Clarita, “en una de las primeras licencias que él tuvo, en lugar de ir con el tren por la costa del Uruguay hasta Villa Clara, decidimos hacer una vuelta por Paraná, porque ninguno conocía. Y cuando veníamos en la balsa, él se enamoró de la ciudad antes de pisarla y dijo que pediría el traslado”. Después de un tiempo, compraron un terreno en el barrio San Martín, a pocas cuadras del Club Atlético Paraná, a través de un crédito del Banco Hipotecario y un aporte del padre de ella, y comenzaron a construir. Don Fink era quien compraba los materiales y todos los días iba hasta el lugar a ver los avances que iba teniendo la casa.

Claudio llegó antes de que la casa estuviera finalizada, el 6 de enero de 1950. Los ojos se le iluminan a Clarita cuando habla de él. “Fue una alegría para todos”, lanza con una sonrisa.

En esa época no había jardines de infantes, pero Claudio fue inscripto en la Universidad Popular, lo que mereció mil y una cargadas de parte de los abuelos. Cursó la primaria en las escuelas Terán y después en la Belgrano y la secundaria en la Escuela de Comercio, cuando todavía funcionaba como anexo del Colegio Nacional. Su madre recuerda que “no fue abanderado pero era buen alumno. La primera vez que rindió una materia fue en tercer año, y lloraba como loco, porque necesitaba un 6 para eximirse y le pusieron un 5,75, por alguna picardía que habrá hecho con los amigos y le cayó mal a la profesora”.

Hijo de un delegado gremial del Sindicato de Luz y Fuerza, su militancia se inició temprano en la Juventud Universitaria Peronista (JUP). Claudio tenía largas charlas de política con su padre, y a veces también con amigos, alrededor de la mesa familiar, sobre todo durante su época de estudiante de Ingeniería en la Universidad Tecnológica Nacional (UTN). La música y el fútbol eran sus otras pasiones: era tan fanático de San Lorenzo como de la colección de figuritas y del folklore.

–¿Recuerda el día que lo secuestraron?
–¡Cómo no me voy a acordar! –dice en tono de repregunta y bajando el tono de voz, mientras la mirada se pierde en algún rincón de la memoria–. De eso nunca me voy a olvidar. La cara de asombro de Claudio y de nosotros mismos, que no entendíamos nada. Fue todo un relámpago, entraron, lo amenazaron a mi esposo, se metieron en la pieza… Mamá estaba viviendo con nosotros y compartía la pieza con Claudio. Él se estaba vistiendo y se lo llevaron sin calzar, a medio vestir… Era una mañana tan fría…

La madre cuenta que “ahí empezó la búsqueda que todavía sigue. Al otro día se cruzó a la casa de un teniente coronel que era interventor en la Lotería de Entre Ríos y vivía enfrente de casa. Había visto todo, nos pidió que lo perdonemos pero que le habían dicho que no se metiera y él no se iba a meter. Nunca nos quiso dar un dato”. Virgilio Fernández era su nombre.

Inmediatamente hicieron la denuncia policial y también ante las autoridades militares en el Comando de la Segunda División de Caballería Blindada. Nadie negaba el hecho, pero se pasaban la responsabilidad unos a otros. Otros hablaban de un autosecuestro. También se reunió con el arzobispo de Paraná y vicario castrense, Adolfo Tortolo. “Nos recibió muchas veces a los familiares de desaparecidos, pero nunca nos dijo nada”, afirma Clara Fink.

Entre fines de 1977 y principios de 1978, un grupo de madres y familiares de desaparecidos comenzaron a juntarse en la Iglesia del Carmen. Las reuniones clandestinas se realizaban los sábados en la actual Sala 5 de la parroquia, bajo la autorización del cura de aquel entonces, Julio Metz. Fue el primer lugar de resistencia que hubo en Paraná. Eran seis ó siete mujeres que tuvieron que dejar sus tareas domésticas para encaminarse en una dolorosa búsqueda. Clarita se convirtió entonces en madre de Claudio, madre en lucha, madre de la plaza.

“El padre Metz no intervenía, nos dejaba solos. Primero íbamos con mucho miedo, pero así y todo nos fuimos conectando. Después empezó a venir gente de Nogoyá y de Diamante y algunos viajaban a Buenos Aires; charlábamos sobre cómo se habían llevado a nuestros hijos, si alguien había recibido noticias y cosas así”, cuenta.

Luego participó de las reuniones de la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y don Fink fue uno de los que conformó la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) en Paraná, en los primeros años de democracia. Las rondas de los jueves alrededor de la Plaza de Mayo también la vieron caminar. Y luego fue ella misma una de las impulsoras de la Asociación de Familiares y Amigos de Desaparecidos Entrerrianos y en Entre Ríos (Afader), después de la confección del Monumento a la Memoria, de Amanda Mayor, en la Plaza Sáenz Peña.

Hasta que se quedó sola. La dictadura le había robado a su hijo y la parca se llevó a su marido. “Fue una época en la que yo estaba muy mal, muy sola y lo que me decían no me llegaba”, rememora. “Hasta que una señora que me estaba haciendo una ropa me contó que era voluntaria en el Hospital de Niños. Cuando me dijo eso, yo sentí una cosa acá”. En ese momento, Clarita tocó el pecho con el puño cerrado y los ojos le brillaron otra vez. “¿Cómo es ser voluntaria?, le pregunté. Entonces me presentó, hice un curso sobre las tareas que había que hacer y empecé a ir al hospital, a ver si me podía acostumbrar o si no me iba a molestar, porque los hospitales tienen una cosa, un olor muy especial, y hay personas que no lo pueden soportar. Y así empecé a trabajar como voluntaria. Más que nada, de lo que se trata es de acompañar a los familiares y a los chicos que están internados, atenderlos, estar con ellos, les leíamos cuentos. Es una tarea muy linda”, relata, siempre con una sonrisa.

Diecisiete años fue voluntaria, asumiendo un compromiso dos veces a la semana durante tres horas. “Yo estaba como una adolescente enamorada, era un sentimiento que pensé que nunca iba a volver a vivir, porque es algo muy especial. Y a veces pienso que Claudio me puso en ese lugar”, asegura.
Hoy, Clarita sigue militando. Ya no participa de todas las reuniones de Afader, pero una vez al mes recibe al grupo en su casa y se mantiene siempre al tanto de todo y las marchas siempre la tienen a la cabeza, con las banderas y los brazos en alto.

–¿Cree que algún día podrá encontrar los restos de Claudio?
–Yo no estoy en eso. Que esté donde esté. Yo lo que quiero es que encuentren a los que lo sacaron de casa y que digan qué le hicieron. Pero no quiero que me den unos huesitos. Eso no me va a curar tanto mal porque esta es una herida que no se va a cerrar nunca. Además, él está conmigo, aunque parezca tonto, yo lo siento dentro de mí, en esta casa.

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